"JERRY" EL Sicario QUE Asesino
AL CANDIDATO CARLOS PIZARRO
Gerardo Gutiérrez llegó a las seis de la tarde al Hotel de Lujo, un establecimiento de tres estrellas ubicado en la carrera 13 número 22-46, cerca del Centro Internacional y de la pequeña Plazoleta de La Rebeca, en la capital del país. Le dijo al taxista que lo esperara un momento, porque iba a preguntar cuánto le costaría la noche. Ya adentro, la recepcionista le informó el precio, mientras Gutiérrez hacía cuentas mentales de lo que le habían dado en Medellín y que debía alcanzarle para por lo menos dos o tres días más.
Salió, le preguntó al taxista cuánto había costado la carrera y, después de sacar el morral del carro, regresó de nuevo a la recepción donde empezó a llenar el formulario de la Corporación Nacional de Turismo. La empleada alcanzó a notar que Gutiérrez tenía dificultad con la escritura y llenaba el formato como los principiantes: sílaba por sílaba y dudando de lo que está haciendo.
Gutiérrez, de piel trigueña, bigote incipiente, cabello semiondulado, contextura delgada, de aproximadamente uno con setenta de estatura y vistiendo suéter blanco de escote en V, pantalón jaspeado y zapatos de cuero, quedó registrado el martes 24 de abril de 1990 como Álvaro Rodríguez, de 20 años y natural de Pereira. El hombre nunca miró de frente a la espigada recepcionista y tampoco permitió que uno de los botones le llevara el modesto equipaje.
Al día siguiente, 25 de abril, Rodríguez se comunicó con la recepción y solicitó a la camarera de turno una máquina de afeitar, una crema dental mediana, un cepillo de dientes y un paquete de cigarrillos. Cuarenta y cinco minutos después, el supuesto Alvaro Rodríguez bajó a la recepción y le consultó a la encargada si cerca al hotel había algún almacén de ropa y ésta le preguntó si necesitaba algo en especial.
—No. Simplemente almacenes de ropa —respondió sin mirarla a los ojos y observando a su alrededor, especialmente hacia la puerta de la calle.
Entonces la mujer le dió algunas señas, una de ellas que se dirigiera hacia el norte hasta la calle 24 y doblara a la derecha hasta encontrar la carrera séptima. Lo acompañó hasta la puerta y le suministró las indicaciones del caso. Gutiérrez regresó al hotel seis horas después con una bolsa de plástico en donde llevaba el producto de sus compras y, al pedir las llaves, preguntó cualquier cosa tratando de entablar conversación; pero prefirió subir al cuarto y olvidarse de todo. Desde su habitación hizo dos llamadas locales que quedaron registradas en el conmutador del establecimiento.
Minutos más tarde bajó nuevamente a la recepción, ésta vez vestido con ropa nueva: camisa, pantalón, suéter y mocasines relucientes. Muy seguramente fue a un cine, porque preguntó a la recepcionista si cerca quedaba algún teatro.
El joven de acento paisa sólo regresó a su hospedaje hasta después de las diez de la noche. Al día siguiente, 26 de abril, bajó del cuarto a las seis y treinta de la mañana. Pagó la cuenta correspondiente a dos noches de alojamiento y algunos artículos de aseo y pidió a la empleada que le guardara en la bodega un morral verde. En su prisa por salir, el muchacho olvidó en el armario de su habitación un saco de paño azul.
Una vez en la calle, con una pequeña maleta de cuero en la mano, hizo detener un taxi que lo llevó un par de cuadras por la carrera 13, dobló a la izquierda hasta la carrera séptima y tomó la calle 26 en dirección al aeropuerto Eldorado.
A las ocho de la mañana se acercó tímidamente al mostrador de Avianca para chequearse en el vuelo de las nueve y quince de la mañana con destino a Barranquilla. Luego se ubicó en la sala de espera número cuatro y después de unos momentos comenzó a deambular por el lugar, hasta cuando escuchó el llamado de la auxiliar de vuelo para abordar la nave HK 1400 hacia la capital del Atlántico.
El joven no habló con nadie y permaneció sentado algún tiempo con una revista en las manos, que nunca miró. Cuando la funcionaria de la aerolínea impartió la orden de abordar la nave, fue uno de los primeros que hicieron la fila.
Gutiérrez se ubicó en el puesto 5-C, correspondiente al pasillo, muy cerca de los asientos ejecutivos y el baño delantero. El maletín de cuero que llevaba a mano no lo colocó en los espacios destinados para el equipaje ligero, sino bajo la silla del pasajero de enfrente. Se abrochó el cinturón de seguridad, miró con curiosidad buena parte del fuselaje y esperó a que se diera la orden de carreteo.
Minutos después, la aeronave empezó su desplazamiento hacia el área de decolaje, operación que duró casi quince minutos. En la cabecera de la pista hubo otra demora, lo que inquietó al joven. Según afirmara después un pasajero de la fila siguiente, Gutiérrez permanecía algo intranquilo, miraba con insistencia el pasillo y parecía que tuviera comezón en una mano porque se la frotaba constantemente.
Eran casi las diez de la mañana cuando el HK 1400 con destino a Barranquilla decoló del aeropuerto Eldorado de Bogotá. Los pasajeros se aprestaron inmediatamente a acomodar sus sillas. Cuando la azafata comenzó a repartir los periódicos, Gutiérrez se levantó de su puesto y se dirigió hacia el centro de la nave; allí tropezó con un auxiliar, a quien le preguntó dónde quedaba el baño posterior. El ayudante de vuelo le indicó el lugar y el joven caminó hasta el final del avión observando de reojo a los pasajeros.
Entró al servicio sanitario, aseguró la puerta y en cuestión de segundos volvió a salir. Miró a derecha e izquierda buscando su objetivo, aunque de hecho ya lo había ubicado cuando el candidato presidencial Carlos Pizarro Leongómez, estaba entrando al avión con sus trece guardaespaldas. Muy seguramente le habían indicado que la forma más fácil de identificarlo era por su característico sombrero blanco, exactamente como subió a la nave. Y efectivamente allí estaba, al lado izquierdo, en las últimas filas, junto a la ventana. Iba escribiendo sobre algunas hojas, mientras compartía cualquier comentario con sus acompañantes.
Hacía apenas tres minutos que la nave había despegado y hacía uno que Gutiérrez había entrado al baño y vuelto a salir. Ahora estaba a un par de pasos de la puerta del lavabo, mirando a su objetiv0. Levantó el 4rm4, la dirigió con precisión hacia el candidato presidencial del M-19 y apret0 el gatill0. El rostro sereno de Pizarro se estrelló contra la ventana del puesto 23A, mientras con su mano izquierda reaccionaba instintiva aunque inútilmente ante la lluvia de proy3ctil3s que emanaba de la boca de algún 4rma disp4rad4 a 1.400 pies de altura. Simultáneamente con el estrépito de los disp4r0s, una nube de hojas se esparció por el lugar.
Instantes después, y en medio del pánic0 y los gritos ocasionados por el tableteo que rompió la rutina del vuelo, se escuchó una nueva ráf4g4. Los guardaespaldas de Pizarro que iban en la parte posterior ya se habían levantado y abierto fu4g0 contra el gatillero, quien recibió varios imp4ct0s. Y, en cuestión de segundos, un agente del DAS, que estaba sentado varios puestos adelante, r3mat0 al muchacho con un certero disp4r0 que dió en plena frente. De acuerdo con testimonios de varios pasajeros, Gutiérrez alcanzó a gritar angustios4m3nte: "iNo m3 mat3n! iNo me mat3n!". Pero su voz fue ap4gad4 por el fulmin4nt3 disp4r0 y su cuerpo se desplom0 sobre el piso.

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