La historia de Quevaz
Por: José del Carmen Villalobos Tovar
Dicen en Chiriguaná que José Vásquez —a quien el destino bautizó Quevaz mucho antes de que él supiera leer su propio nombre— nació con un bajo eléctrico latiéndole en el pecho. Que cuando lloró por primera vez, la partera sintió que el piso se estremecía con un tumbao suave, como si un contrabajo invisible afinara sus cuerdas para anunciar que en la tierra llegaba un músico que nunca tocaría con las manos: tocaría con el alma.
A los catorce años, mientras otros muchachos perseguían iguanas entre los cardonales o soñaban con ser arrieros, Quevaz ya desafiaba el silencio. Su bajo, viejo y desencantado, revivió en sus dedos con una fuerza que parecía prestada por los duendes musicales de la ciénaga de Zapatosa. Se había mudado a Chiriguaná siendo niño, y allí, en un solar donde el viento olía a mango y motor de molino, tuvo su primera revelación: entendió que la música no se aprende, se recuerda.
El día en que lo invitaron a la caseta donde tocaban los Hermanos López, algunos juraron ver un rayo de luz bajando sobre la tarima. El Turco Gil, que había viajado con ellos como bajista, dijo que sintió cómo el bajo se le encogía en las manos, como si supiera que había llegado su verdadero dueño. Quevaz subió tímido, pero cuando pulsó la primera cuerda, la caseta entera se meció. Los acordeones parecieron suspirar y los Hermanos López, sin decir palabra, lo dejaron allí plantado, como si la música misma hubiese decidido que no debía bajar más.
Desde aquel día, el bajo eléctrico —que venía ganándole terreno al viejo contrabajo en los años sesenta— encontró en él su profeta. Los viejos músicos comentaban que las notas de Quevaz tenían un caminar arrastrado, dulzón, como quien avanza descalzo sobre tierra caliente. Otros, más atrevidos, aseguraban que detrás de su digitación vivía el espíritu de Calilla, maestro mítico que había abierto el sendero del bajo vallenato.
Luego vinieron las travesías. Andrés Landero lo llevó consigo como quien carga un talismán; con Calixto Ochoa grabó dos discos que, a decir de las viejas del mercado, podían espantar la tristeza de cualquier alma enferma; y cuando Alfredo Gutiérrez lo llamó, los gallos de la madrugada cantaron dos veces, anunciando que algo grande estaba por suceder. Fue en esos años cuando Quevaz descubrió que no solo tocaba: también componía.
Su primera canción, Ella volverá, brotó de él como brotan las ceibas nuevas después de los aguaceros de mayo. Rodolfo Aicardi la atrapó en vinilo, pero en las noches tibias de su pueblo contaban que esa melodía seguía escapándose por los surcos y caminaba sola por los patios.
Israel Romero lo conoció en San Juan del César, una noche en la que el acordeón de Alfredo Gutiérrez dejó, por un instante, de ser un instrumento y se convirtió en un animal resplandeciente que respiraba al compás del público. Allí se estrecharon las manos y se entendieron sin hablar: los músicos verdaderos no se reconocen, se recuerdan de otras vidas.
En 1977, Israel lo llamó para grabar Te lo dije mujer y fue así como las guitarras dulces, esos acordes que parecían hilos de luz, entraron por primera vez al mundo del Binomio de Oro. Desde entonces, cada canción del dúo llevaba escondida una hebra del alma de Quevaz.
En Dime pajarito, las cuerdas parecían volar.
En Relicario de besos, lloraban.
En El higuerón, se trepaban a los árboles.
En El parrandón, bailaban como si estuvieran borrachas.
Y en Te seguiré queriendo, Rafael Orozco abrió su garganta y, como un hechicero que invoca un espíritu, dejó inmortal su nombre:
—¡Quévaz, lloren guitarras!
Desde ese momento, las guitarras lloraron para siempre.
Cuentan que el lunes 18 de julio de 2022, cuando Kevaz murió en Barranquilla, el viento quedó quieto unos segundos, como si la ciudad entera se pusiera de acuerdo para escucharlo irse. Los pescadores del Magdalena dijeron que el río bajó más hondo, como si quisiera guardarle un homenaje en sus aguas. Y esa noche, en ciertos rincones del Caribe, algunas guitarras amanecieron afinadas solas.
Pero quienes lo conocieron saben la verdad: Quevaz no murió.
Solo cerró los ojos para escuchar mejor.
Porque los músicos como él no se van:
siguen temblando en cada cuerda, respirando en cada acordeón, renaciendo en cada nota que hace vibrar un corazón enamorado.
Y cuando en una parranda alguien suspira y dice:
—Ese bajo suena distinto… suena vivo…
los mayores solo contestan:
—Déjenlo así. Es Quevaz, que volvió a tocar.